sábado, 7 de febrero de 2015

Rosas

Hola, gente. Esta vez he decidido escribir una historia para el blog. Quería compartir un pequeño relato que se me ocurrió hace un tiempo. En realidad, he visto tantas veces este relato en mis sueños que incluso me asusta. Y por fin lo he sacado de mi cabeza.
La puerta estaba ligeramente abierta, sin embargo, el candado que la ataba a la pared no permitía abrirla más. Por ese recoveco, se introducía ligera la luz, que inundaba la habitación y le permitía ver al joven al menos lo que tenía a su alrededor, que no era demasiado. Una sucia cómoda de madera y una cama deshecha e incómoda, llena de bultos que cada vez que dormía en ella le dolía la espalda. El suelo, el techo y la pared eran de cemento, y parecía que había restos de pintura blanca en él.

El olor era nauseabundo, aunque el muchacho ya e había acostumbrado a él, pues ni lo notaba. Sabía que estaba rodeado de un aire que olía a sudor, a excrementos y a comida podrida. Sabía que no podía salir de allí, no podía limpiar la habitación ni ducharse. Había organizado el lugar de forma que una esquina la usaba como baño mientras que todo lo demás era un lugar para caminar, observar y concentrarse.

Toda su vida se reducía a aquello. Levantarse cuando ya no era capaz de dormir un segundo más. Caminar con pasos lentos por el lugar y mirarlo todo con la poca luz que la puerta le brindaba, la cual de alguna forma, nunca se apagaba. No sabía diferenciar cuándo era de día y cuándo de noche. No había visto el sol ni las estrellas en... ¿cuánto tiempo?

La soledad era infinita. El tiempo pasaba y cada segundo se le clavaba en el alma. Cada respiración le inundaba de tristeza. No podía apenas pensar con claridad. Su vida era una masa de recuerdos brumosa que no podía enfocar con claridad. Sin recuerdos, sin libertad, sin comunicación, sin vida.

Y era por ello que sufría en aquellos instantes sobre su lecho, temblando ante la comida que cada día —lo que para él era día— aparecía encima de la cómoda. Junto a ella siempre estaban un ramo de rosas con pétalos, el cual cada día tenía uno menos. El joven los contaba cientos de veces cada vez que se despertaba antes de observar las telas de araña en la esquina del techo y comenzar a contar los hilos. En aquellos momentos solo quedaba un pétalo. El muchacho repitió ese número en su memoria durante quién sabe cuánto tiempo. Tenía frío, estaba pálido, su cuerpo temblaba y su estómago le comía por el hambre. Los platos llenos de comida se habían amontonado sobre la cómoda, y ninguno había sido tocado. Luchaba por no hacerlo. A veces, por el simple hecho de sentir algo más que miseria, rozaba suavemente un puré y se lo metía en la boca, y luego sufría lleno de dolor y fatiga en la cama las contracciones de su estómago, quejándose y demandando más alimento.

Pero temblando en la cama, bajo las sucias mantas orinadas, el muchacho notó cómo algo se desvanecía. Su conciencia. Dirigió la mirada hasta la cómoda, donde observó anhelante su comida, luchando por no levantarse y tragársela. ¿Cuántos días había reprimido sus ganas de comer? ¿Su hambre voraz? Todo por acabar con aquel sufrimiento, con aquella encerrona.

Al desviar la mirada hacia el ramo de rosas, donde solo quedaba un pétalo en una de ellas, vio cómo este luchaba por desprenderse de su lugar, por caer a la sucia madera donde alguno de los demás se posaba, si no estaban esparcidos sobre el suelo.

Vio caer lentamente ese pétalo, y notó su vida irse. Notó su alma escapar en su última respiración, y tras observar el pétalo caer y expirar por última vez, se quedó inmóvil para siempre, en aquella jaula de la cual su alma ya había escapado.
Bueno, ¿qué os parece? Era un sueño horrible. Yo observaba al joven, lo miraba desde dentro de la habitación, notaba los olores y rezaba para que saliera de allí, para que rompiera el candado tirando con fuerza de él y se marchara. Pero nunca lo intentaba. Solo daba vueltas y observaba, y entonces se tumbaba en la cama, se negaba a comer y lo veía morir ante mis ojos, una y otra vez.

Espero calmar mis sueños escribiéndolo. Espero que esa persona descanse en paz por fin, porque veía en sus ojos que se merecía la felicidad. Y espero que la haya conseguido.